Inconscientemente cuando pasan los días te vas acostumbrando a ciertas cosas que normalmente te estremecerían profundamente. La India es un país de contrastes muy marcados, tras la perfección y magnificencia del Taj Mahal, o la paz y la belleza de los templos jainistas, se encuentra una realidad cotidiana llena de suciedad y miseria. Los primeros días del viaje no dejas de hacer fotos a las vacas que se cruzan en tu camino, a los puestos de venta callejeros, o a las coloridas telas que llenan los mercadillos.
Conforme pasan los días empiezas a encontrar natural que haya atascos de rickshaws y tuc tucs, que los monos llenen algunos tejados, o que encima de una motocicleta viajen 4 personas. Asimismo, te habitúas a que los niños te pidan dinero por hacerse fotos contigo, a encontrarte a mucha gente desvalida mendigando en las puertas de los templos, o incluso a que haya jabalíes y perros comiendo entre la basura junto a lo que parece ser un bar.
Nunca sientes peligro. Sabes que los vendedores te pedirán cifras desorbitadas por cualquier producto argumentando que es de mejor calidad, sabes que intentarán que les des propina por cualquier cosa, pero también percibes que por mucha necesidad que tengan, no te robarán. Aún así uno de los espacios donde más cuidadoso eres es en las estaciones de tren, un lugar donde es fácil perder de vista el equipaje, y donde siempre se concentra muchísima gente sin casa para dormir bajo un techo. El penúltimo día de nuestro viaje por la India, ya dispuestos a volver a Delhi desde la estación de Varanassi y cuando pensábamos que ya nada nos podía conmocionar, nos volvimos a estremecer. Eran las 10 de la noche y llevábamos esperando dos horas a un tren que venía con retraso en una estación oscura y mal iluminada, y con la inseparable compañía de centenares de ratas que paseaban a sus anchas por entre los raíles. Después de una agotadora jornada que había empezado a las 4 de la mañana con un paseo en barca por el Ganges, seguida de una impactante visita a los Gaths y a los crematorios con sus inconfundibles olores, estábamos agotados… Y todavía nos tocaba pasar una noche incómoda en los austeros trenes indios. Sólo queríamos poder llegar a nuestros camastros para asimilar emociones y sobretodo para descansar. Extrañamente el grupo estaba bastante silencioso, nos encontrábamos anestesiados después de todas las emociones vividas los últimos días, y ni las ratas ni los mendigos nos provocaban ya ninguna sorpresa. Entonces de entre la nada y sorteando las maletas apareció con su sonrisa cautivadora Manika.
Al principio parecía una niña más de entre los muchos niños que nos habían saludado y perseguido, y que nos pedían dinero o comida, pero fue mucho más. Sin pedir nada empezó a hablar con nosotros, ella no sabía casi inglés, y nosotros tampoco sabíamos mucho hindú, pero aún así la comunicación surgió espontáneamente. Sin dejar de sonreír averiguamos que no iba a la escuela, que su madre también se dedicaba a la mendicidad y que su padre se dedicaba a “comer”. Se notaba que hacía días que su piel no tocaba jabón y su camiseta tenía más medallas que la de un general. Aún así no cejaba en su empeño de hacernos la espera más llevadera, y lo que en principio era una conversación de una niña con un par de viajeros, se convirtió casi en un acontecimiento. Los 16 miembros del grupo se fueron uniendo a la función hasta que todos la mirábamos ensimismados hacer monadas, posaba para las fotos, repetía nuestros gestos, se hacía entender y querer, y nos transmitía una vitalidad inverosímil dadas sus circunstancias. Todos nos miramos maravillados, y los 16 sin excepción nos la hubiéramos llevado con nosotros de vuelta a España, nos había tocado el corazón. No pudimos evitar darle algo de comida, jabón, una libreta, colores… aunque la que nos dio una lección de humanidad fue ella, cuya imagen siempre quedará irreversiblemente grabada en nuestra memoria.