«Un día cualquiera no sabes qué hora es…» apago el tocadiscos donde suena el último vinilo que compré en la subasta de cada miércoles del Café Museo, y me dirijo al coche con la pasta a la carbonara todavía en la boca del estómago, voy con el tiempo justo. Hubiera cogido la bicicleta, pero me la robaron hace pocas semanas así que no me queda otra que el coche, ya que adonde voy llega mal el transporte público. De camino me cruzo a 2 personas pidiendo en el suelo a escasos metros de la sede de un partido político, uno toca un violín, un poco más adelante entran 6 hombres trajeados al restaurante de la esquina, se ve que tienen un menú muy «chic». Miro el teléfono y me han llegado dos invitaciones de Facebook, a jugar al juego de turno, y a un evento de esos a los que finalmente nunca acudes.
Sigo mi trayecto y cual Moisés atravieso una bandada de turistas jóvenes, que acostumbrados a latitudes más gélidas ya pasean con chanclas y camisetas de tirantes. Cruzo el semáforo y en medio de la Gran Vía una pareja ya mayor, ella en silla de ruedas, rellena con jamón de york un trozo de pan del supermercado. Diez metros más adelante dos colegiales se abrazan cómplices en un banco, ajenos a las miradas de desaprobación de una señora que pasa junto a ellos escandalizada con su carrito de la compra, eso en su época era motivo de cárcel o de algo peor.
Me cruzo con otro «sin techo», este lleva la casa a cuestas en un carrito de maletas de hotel, y justo en la esquina dos jóvenes con una «fixies» tuneadas de esas que están tan de moda charlan animadamente sobre el derbi del día anterior. Es hora de salir de clase, y a las puertas de mi coche se fuma un cigarrillo de liar un chaval uniformado recién salido del instituto, todavía no tiene ni pelusa bajo la nariz. Han sido 10 minutos hasta el coche, aparcar en la puerta de casa es casi imposible en mi barrio si pretendes evitar la zona azul, y ya no me puedo permitir el lujo de pagar un garaje.
El trayecto hacia la radio donde gentilmente me han invitado a comentar la jornada de liga es de apenas 10 minutos. En el primero una señora casi colisiona su todoterreno gris contra mi utilitario mientras consulta su teléfono móvil, afortunadamente aún me quedan reflejos. A mitad de trayecto, en el semáforo, veo una bicicleta atada a un poste, rematada con flores, y en el cuadro una placa en la que se recuerda a alguien demasiado joven que sufrió un accidente que acabó en tragedia. Esquivo varios coches en segunda fila, un autobús pega un frenazo en el semáforo, duelo de pitidos, y llego a mi destino. Un compañero me comenta que le gustó tal y tal artículo «¡Cómo le sacas punta a todo!»
Vuelvo hacia casa, no hay manera de aparcar, paso junto al gorrilla habitual y me mira con cara de resignación. Finalmente encuentro un hueco, y al salir del coche observo como dos señoritas y sus tacones imposibles entran en un portal donde en el barrio se rumorea que hay un burdel. Sigo hacia mi casa y noto que hay un grafiti nuevo a mitad hacer, el Lemon está muy prolífico últimamente. Compro un cupón al vendedor habitual y pillo un aguacate en la frutería/bazar de la esquina, parece que este nuevo dueño trae un género más fresco que el anterior. Me llega el whatsapp de un amigo: «unas birras esta tarde», así es más fácil que acuda. Todavía no he digerido la pasta a la carbonara cuando entro en casa. Enciendo el vinilo y vuelve a sonar la canción que apagué apresuradamente «las calles mojadas te han visto crecer…» mientras pienso que he de conseguir pecorino romano la próxima vez que cocine carbonara.
Y mientras suenan los últimos compases de la canción me asaltan todas las imágenes de las dos últimas horas, no quiero que la indiferencia que se ha apoderado de la sociedad me infecte a mi también. Siento que empiezo a enfermar, me ataca el virus de la deshumanización, y se me ocurre que dejando escritos mis pensamientos tal vez sea consciente de mi afección (o desafección) y así pueda empezar a ponerle remedio. Si has llegado hasta aquí, sólo puedo agradecerte tu tiempo, y pedirte que compartas conmigo el esfuerzo de abrir más los ojos y girar menos el cuello en los días cualquiera que nos toca vivir.
si abro los ojos mi egoísmo crece, en el congelador debo tener algo de solidaridad