«Camps no sube al primer piso«, y no subió. En cambio yo he empezado a ver la segunda temporada de True Detective. La primera he de reconocer que me encantó y al empezar a emitirse la segunda he esperado pacientemente unas semanas hasta poder ver varios capítulos del tirón: es lo que hacemos algunos serieadictos. Fue entonces, durante el primer episodio, mientras aparece en pantalla la casa de Ben Caspere, cuando sucedió: una imagen se cruzó por mi retina… «ese cuadro lo he visto yo». Son esos detalles que suelen pasar desapercibidos, pero que a veces, sin entender bien porqué, se presentan nítidos en nuestra mente. Como iluminados por una linterna que explora algún estante polvoriento de tu memoria y alumbra una imagen reconocible, un instante, o una situación que parecía condenada al olvido.
La casa de Ben Caspere es una oda al sexo, y en su pared cuelga un cuadro que pasa inadvertido en la serie, se ve de refilón, pero que para mi asombro reconocí. Durante el periodo que trabajé en la III Bienal de las Artes de Valencia, ya desaparecida, aprendí algo de arte contemporáneo: no mucho, pero sí que recuerdo las obras con las que conviví durante casi 3 meses en 2005. Y al ver el segundo capítulo de de la segunda temporada de True Detective, se encendió por segunda vez la bombilla.
Esta vez paré la grabación, y rebusqué en el catálogo que conservo de aquella macroexposición de arte contemporáneo hasta que encontré la imagen que buscaba. Era un óleo de Terry Rodgers, un artista americano, que tiene a bien retratar fiestas de gente rica donde los asistentes además de alcohol y otras sustancias, están tristes y ligeros de ropa. De hecho en aquella Bienal había 3 obras suyas, y en las 3 se mostraba como mínimo algún pezón descarado. Contento por mi descubrimiento retomé el visionado del capítulo, pero mi mente ya tenía toda la fila de bombillas en marcha, cual árbol de navidad en pleno 25 de diciembre.
«Camps no sube«, fue la frase de algún responsable de prensa, que tras inspeccionar la sala expositiva decidió que no quería «ninguna foto del President rodeado de tetas y pollas« (palabras literales). Así que el entrañable director de la Bienal, Luiggi Settembrini, al cual contrató Consuelo Ciscar tras unos de sus viajes de cazatalentos a Florencia, se tuvo que conformar con enseñarle a la comitiva de Camps y señora, Font de Mora, Barberá y demás cargos públicos, sólo la parte inferior del museo del Carmen: con los Alfaros, los Kusamas y los Schöffers. Settembrini le restó importancia a la negativa del President a ver la parte de arriba de aquella exposición que había costado alrededor de 3 millones de euros, «tendrá prisa«, y ahí quedó la cosa.
Seguramente luego coincidirían ambos en el Canyar, donde el bueno de Luiggi había descubierto que ingerir gambas, ya que allí (le habían explicado) son tan frescas que no le provocaban alergia (y ciertamente no se la daban). En el mismo restaurante también agasajaban Francisco Camps o Rita Barberá a algunos de sus ilustres visitantes, a quienes seguramente nunca llevarían (ni llevaron) a la Bienal que pagábamos todos y que nunca más tendremos (creo que ya no quedan dineros para tales dispendios). Desconozco cual será el restaurante de cabecera de los nuevos gobernantes, pero me gustaría conocerlo; como también quisiera saber que haría Ximo Puig frente a esas escaleras: subiría y se enfrentaría al inminente peligro de la foto comprometida, o se quedaría alejado de los flashes incómodos como su predecesor.
Esta historia es el relato de una imagen, que aparece tras 10 años en tu pantalla y te lleva a recordar aquella anécdota que tenías olvidada desde aquel 24 de septiembre del 2005, día en que se inauguró la Bienal del Agua (el lema era «Agua sin ti no soy»). No es gran cosa, no tiene valor electoral, no es más que un pensamiento fugaz. Como fugaces son los líderes del mundo, las modas, nuestra permanencia en ciertos lugares, la presencia en nuestras vidas de muchas de las personas a las que conocemos o incluso las reflexiones que nos provoca la cultura que consumimos.